El Papa y la misión de la Iglesia en el cuidado de los enfermos

En el marco de la XXX Jornada Mundial del Enfermo que se celebra el 11 de febrero, recordamos algunas palabras y reflexiones que el Papa Francisco ha dedicado a a los enfermos, a lo largo de su pontificado, destacando siempre la importancia de la familia en la lucha contra la enfermedad, actuando como «el hospital más cercano». El Santo Padre también destaca que Cristo «encomendó a su Iglesia la misión de cuidar a los enfermos» hasta el final de sus vidas, abrazando todas las consecuencias.

Papa Francisco: Audiencia General 09 de febrero 2022

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 9 de febrero de 2022

Catequesis sobre san José 11. San Jose, Patrono de la buena muerte

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la pasada catequesis, estimulados una vez más por la figura de san José, reflexionamos sobre el significado de la comunión de los santos. Y precisamente a partir de ella, hoy quisiera profundizar en la devoción especial que el pueblo cristiano siempre ha tenido por san José como patrono de la buena muerte. Una devoción nacida del pensamiento de que José murió con la presencia de la Virgen María y de Jesús, antes de que ellos dejaran la casa de Nazaret. No hay datos históricos, pero como no se ve más a José en la vida pública, se cree que murió ahí en Nazaret, con su familia. Y para acompañarlo en la muerte estaban Jesús y María.

El Papa Benedicto XV, hace un siglo, escribía que «a través de José nosotros vamos directamente a María, y, a través de María, al origen de toda santidad, que es Jesús». Tanto José como María nos ayudan a ir a Jesús. Y animando las prácticas devotas en honor de san José, aconsejaba una en particular, y decía así: «Siendo merecidamente considerado como el más eficaz protector de los moribundos, habiendo muerto con la presencia de Jesús y María, será cuidado de los sagrados Pastores inculcar y fomentar […] aquellas piadosas asociaciones que se han establecido para suplicar a José en favor de los moribundos, como las “de la Buena Muerte”, del “Tránsito de San José” y “por los Agonizantes”» (Motu proprio Bonum sane, 25 de julio de 1920): eran las asociaciones de la época.

Queridos hermanos y hermanas, quizá alguno piensa que este lenguaje y este tema sean solo un legado de pasado, pero en realidad nuestra relación con la muerte no se refiere nunca al pasado, está siempre presente. El Papa Benedicto decía, hace algunos días, hablando de sí mismo que “está delante de la puerta oscura de la muerte”. Es hermoso dar las gracias al Papa Benedicto que a los 95 años tiene la lucidez de decir esto: “Yo estoy delante de la oscuridad de la muerte, a la puerta oscura de la muerte”. ¡Nos ha dado un buen consejo! La llamada cultura del “bienestar” trata de eliminar la realidad de la muerte, pero la pandemia del coronavirus la ha vuelto a poner en evidencia de forma dramática. Ha sido terrible: la muerte estaba por todos lados, y muchos hermanos y hermanas han perdido a personas queridas sin poder estar cerca de ellas, y esto ha vuelto la muerte todavía más dura de aceptar y de elaborar. Me decía una enfermera que una abuela con el covid que estaba muriendo le dijo: “Yo quisiera saludar a mis seres queridos, antes de irme”. Y la enfermera, valiente, tomó el teléfono móvil y la conectó. La ternura de esa despedida…

A pesar de esto, se trata por todos los medios de alejar el pensamiento de nuestra finitud, engañándonos así para quitarle su poder a la muerte y ahuyentar el miedo. Pero la fe cristiana no es una forma de exorcizar el miedo a la muerte, sino que nos ayuda a afrontarla. Antes o después todos nos iremos por esa puerta.

La verdadera luz que ilumina el misterio de la muerte viene de la resurrección de Cristo. He ahí la luz. Y escribe san Pablo: «Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe» (1 Cor 15,12-14). Hay una certeza: Cristo ha resucitado, Cristo ha resucitado, Cristo está vivo entre nosotros. Y esta es la luz que nos espera detrás de esa puerta oscura de la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, solo por la fe en la resurrección nosotros podemos asomarnos al abismo de la muerte sin que el miedo nos abrume. No solo eso: podemos dar a la muerte un rol positivo. De hecho, pensar en la muerte, iluminada por el misterio de Cristo, ayuda a mirar con ojos nuevos toda la vida. ¡Nunca he visto, detrás de un coche fúnebre, un camión de mudanzas! Detrás de un coche fúnebre: no lo he visto nunca. Nos iremos solos, sin nada en los bolsillos del sudario: nada. Porque el sudario no tiene bolsillos. Esa soledad de la muerte: es verdad, no he visto nunca detrás de un coche fúnebre un camión de mudanzas. No tiene sentido acumular si un día moriremos. Lo que debemos acumular es la caridad, es la capacidad de compartir, la capacidad de no permanecer indiferentes ante las necesidades de los otros. O, ¿qué sentido tiene pelearse con un hermano o con una hermana, con un amigo, con un familiar, o con un hermano o hermana en la fe si después un día moriremos? ¿De qué sirve enfadarse, enfadarse con los otros? Delante de la muerte muchas cuestiones se redimensionan. Está bien morir reconciliados, ¡sin dejar rencores ni remordimientos! Yo quisiera decir una verdad: todos nosotros estamos en camino hacia esa puerta, todos.

El Evangelio nos dice que la muerte llega como un ladrón, así dice Jesús: llega como un ladrón, y por mucho que nosotros intentemos querer tener bajo control su llegada, quizá programando nuestra propia muerte, permanece un evento al que tenemos que hacer frente y delante del cual también tomar decisiones.

Dos consideraciones para nosotros cristianos permanecen de pie. La primera: no podemos evitar la muerte, y precisamente por esto, después de haber hecho todo lo que humanamente es posible para cuidar a la persona enferma, resulta inmoral el encarnizamiento terapéutico (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278). Esa frase del pueblo fiel de Dios, de la gente sencilla: “Déjalo morir en paz”, “ayúdalo a morir en paz”: ¡cuánta sabiduría! La segunda consideración tiene que ver con la calidad de la muerte misma, la calidad del dolor, del sufrimiento. De hecho, debemos estar agradecidos por toda la ayuda que la medicina se está esforzando por dar, para que a través de los llamados “cuidados paliativos”, toda persona que se prepara para vivir el último tramo del camino de su vida, pueda hacerlo de la forma más humana posible. Pero debemos estar atentos a no confundir esta ayuda con derivas inaceptables que llevan a matar. Debemos acompañar a la muerte, pero no provocar la muerte o ayudar cualquier forma de suicidio. Recuerdo que se debe privilegiar siempre el derecho al cuidado y al cuidado para todos, para que los más débiles, en particular los ancianos y los enfermos, nunca sean descartados. La vida es un derecho, no la muerte, que debe ser acogida, no suministrada. Y este principio ético concierne a todos, no solo a los cristianos o a los creyentes. Yo quisiera subrayar aquí un problema social, pero real. Ese “planificar” —no sé si es la palabra adecuada—, o acelerar la muerte de los ancianos. Muchas veces se ve en una cierta clase social que a los ancianos, porque no tienen medios, se les dan menos medicinas respecto a las que necesitarían, y esto es deshumano: esto no es ayudarles, esto es empujarles más rápido hacia la muerte. Y esto no es humano ni cristiano. Los ancianos deben ser cuidados como un tesoro de la humanidad: son nuestra sabiduría. Incluso si no hablan, y si están sin sentido, son el símbolo de la sabiduría humana. Son aquellos que han hecho el camino antes que nosotros y nos han dejado muchas cosas bonitas, muchos recuerdos, mucha sabiduría. Por favor, no aislar a los ancianos, no acelerar la muerte de los ancianos. Acariciar a un anciano tiene la misma esperanza que acariciar a un niño, porque el inicio y el final de la vida son siempre un misterio, un misterio que debe ser respetado, acompañado, cuidado, amado.

Que san José pueda ayudarnos a vivir el misterio de la muerte de la mejor forma posible. Para un cristiano la buena muerte es una experiencia de la misericordia de Dios, que se hace cercana a nosotros también en ese último momento de nuestra vida. También en la oración del Ave María, nosotros rezamos pidiendo a la Virgen que esté cerca de nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Precisamente por esto quisiera concluir esta catequesis rezando todos juntos a la Virgen por los agonizantes, por aquellos que están viviendo este momento de paso por esta puerta oscura, y por los familiares que están viviendo un luto. Recemos juntos:

Dios te salve María…

Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que están aquí. Pidamos todos juntos a san José que nos ayude a aceptar el misterio de la muerte con espíritu cristiano, y que nos alcance del Señor Jesús la gracia de experimentar la misericordia del Padre, sobre todo en ese momento final de nuestra vida cuando nos toque pasar por la puerta oscura de la muerte. Que el Señor los bendiga a todos. Muchas gracias.

LLAMAMIENTOS

Deseo dar las gracias a todas las personas y las comunidades que el pasado 26 de enero se unieron en la oración por la paz en Ucrania. Sigamos suplicando al Dios de la paz para que las tensiones y las amenazas de guerra se superen a través de un diálogo serio, y para que las conversaciones en el “Formato de Normandía” también puedan contribuir a este propósito. No nos olvidemos: ¡la guerra es una locura!

* * *

Pasado mañana, 11 de febrero, se celebra la Jornada Mundial del Enfermo. Deseo recordar a nuestros seres queridos enfermos para que a todos se les aseguren los cuidados sanitarios y el acompañamiento espiritual. Recemos por estos hermanos y hermanas nuestros, por los trabajadores sanitarios y pastorales, y por todos aquellos que los cuidan.

Papa Francisco: Ángelus 06 de febrero 2022

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 6 de febrero de 2022

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la liturgia de hoy nos lleva a las orillas del Mar de Galilea. La multitud se agolpa en torno a Jesús, mientras algunos pescadores decepcionados, entre ellos Simón Pedro, lavan sus redes después de una noche de pesca que salió mal. Y he aquí que Jesús sube a la barca de Simón; luego lo invita a ir mar adentro y echar de nuevo las redes (cf. Lc 5,1-4). Detengámonos en estas dos acciones de Jesús: primero, sube a la barca y, luego, la segunda, invita a ir mar adentro. Había sido una noche en que las cosas habían salido mal, sin pescados, pero Pedro confía y va mar adentro.

Primero, Jesús sube a la barca de Simón. ¿Para hacer qué? Para enseñar. Pide precisamente esa barca, que no está llena de peces, sino que ha regresado a la orilla vacía, tras una noche de trabajo y decepción. Es una bella imagen para nosotros también. Cada día la barca de nuestra vida abandona la orilla de nuestro hogar para adentrarse en el mar de las actividades cotidianas; cada día intentamos “pescar mar adentro”, cultivar sueños, llevar adelante proyectos, vivir el amor en nuestras relaciones. Pero a menudo, como Pedro, experimentamos la “noche de las redes vacías”, la noche de las redes vacías… la decepción de esforzarse tanto y no ver los resultados deseados: “Hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada” (v. 5), dice Simón. Cuántas veces también nosotros nos quedamos con una sensación de derrota, mientras la decepción y la amargura surgen en nuestros corazones. Dos carcomas muy peligrosas.

¿Qué hace entonces el Señor? Elige subirse a nuestra barca. Desde allí quiere anunciar el Evangelio al mundo. Precisamente esa barca vacía, símbolo de nuestra incapacidad, se convierte en la “cátedra” de Jesús, en el púlpito desde el que proclama la Palabra. Y esto es lo que le gusta hacer al Señor: el Señor es el Señor de las sorpresas, de los milagros en las sorpresas; subir a la barca de nuestra vida cuando no tenemos nada que ofrecerle; entrar en nuestros vacíos y llenarlos con su presencia; servirse de nuestra pobreza para proclamar su riqueza, de nuestras miserias para proclamar su misericordia. Recordemos esto: Dios no quiere un crucero, le basta con una pobre barca “destartalada”, siempre que lo acojamos: ¡Eso sí! Acogerlo. No interesa la barca… acogerlo. Pero, me pregunto, ¿lo dejamos entrar en la barca de nuestras vidas? ¿Ponemos a su disposición lo poco que tenemos? A veces nos sentimos indignos de Él porque somos pecadores. Pero esta es una excusa que no le gusta al Señor, porque lo aleja de nosotros. Él es el Dios de la cercanía, de la compasión, de la ternura, y no busca el perfeccionismo, busca la acogida. También a ti te dice: «Déjame subir a la barca de tu vida”. “Pero, Señor, mira…”, “Así: déjame subir, tal como es». Pensemos en esto.

Así es como el Señor reconstruye la confianza de Pedro. Tras subir a su barca, después de predicar, le dice: «Rema mar adentro» (v. 4). No era una hora adecuada para pescar, era pleno día, pero Pedro confía en Jesús. No se apoya en las estrategias de los pescadores, que conocía bien, sino que se apoya en la novedad de Jesús. Aquel asombro que lo movía a hacer aquello que Jesús le decía. Lo mismo ocurre con nosotros: si acogemos al Señor en nuestra barca, podemos ir mar adentro. Con Jesús se navega por el mar de la vida sin miedo, sin ceder a la decepción cuando no se pesca nada, y sin ceder al “no hay nada más que hacer”. Siempre, tanto en la vida personal como en la vida de la Iglesia y de la sociedad, se puede hacer algo que sea hermoso y valiente: siempre. Siempre podemos volver a empezar, el Señor siempre nos invita a volver a ponernos en juego porque Él abre nuevas posibilidades. Aceptemos, pues, la invitación: ahuyentemos el pesimismo y la desconfianza y entremos mar adentro con Jesús. Incluso nuestra pequeña barca vacía será testigo de una pesca milagrosa.

Recemos a María, que como ninguna otra acogió al Señor en la barca de la vida, para que nos anime e interceda por nosotros.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy se celebra la Jornada Internacional contra la Mutilación Genital Femenina. Aproximadamente tres millones de niñas padecen este procedimiento cada año, a menudo en condiciones muy peligrosas para su salud. Esta práctica, desgraciadamente extendida en muchas partes del mundo, humilla la dignidad de la mujer y atenta gravemente contra su integridad física.

Y el próximo martes, memoria litúrgica de Santa Josefina Bakhita, se celebrará la Jornada Mundial de Oración y Reflexión contra la Trata de Personas. Esta es una herida profunda, infligida por la vergonzosa búsqueda de intereses económicos sin ningún respeto por la persona humana. Muchas niñas —las vemos en las calles— que no son libres, son esclavas de los traficantes, que las mandan a trabajar y, si no traen el dinero, las golpean. Esto está ocurriendo en nuestras ciudades hoy en día. Pensemos realmente en ello.

Ante estas lacras de la humanidad, expreso mi dolor e insto a todos los responsables a que actúen con decisión para evitar tanto la explotación como las prácticas humillantes que afligen sobre todo a las mujeres y a las niñas.

Hoy, en Italia, también se celebra la Jornada por la Vida, con el lema «Cuidar cada vida». Este llamamiento es válido para todos, especialmente para las categorías más débiles: los ancianos, los enfermos e incluso los niños a los que se les impide nacer. Me uno a los obispos italianos en la promoción de la cultura de la vida como respuesta a la lógica del descarte y al declive demográfico. ¡Toda vida debe ser protegida, siempre!

Estamos acostumbrados a ver y leer en los medios de comunicación tantas cosas malas, malas noticias, accidentes, asesinatos… tantas cosas. Pero hoy me gustaría mencionar dos cosas bellas. Una, en Marruecos, cómo todo el pueblo se unió para salvar a Rayan. Era todo el pueblo que estaba allí, trabajando para salvar a un niño. Pusieron todo lo que tenían en ello. Por desgracia, no lo consiguió. Pero ese ejemplo —lo leía hoy en Il Messaggero—, esas fotografías de un pueblo allí, esperando para salvar a un niño…. ¡Gracias a estas personas por este testimonio!

Y otra, que ocurrió aquí en Italia, y que no aparecerá en el periódico. En Monferrato: John, un chico ghanés, de 25 años, migrante, que sufrió todo lo que sufren muchos migrantes para llegar hasta aquí, y al final se instaló en Monferrato, empezó a trabajar, a hacer su futuro, en una empresa de vinos. Y luego cayó enfermo de un terrible cáncer, al punto de estar muriendo. Y cuando le dijeron la verdad, lo que le hubiera gustado hacer, [respondió:] «Volver a casa para abrazar a mi padre antes de morir». Al morir, pensó en su padre. Y en ese pueblo de Monferrato, inmediatamente hicieron una colecta y, atiborrándolo de morfina, lo metieron a él y a un compañero en un avión y lo enviaron para que muriera en los brazos de su padre. Esto nos muestra que hoy, en medio de tantas malas noticias, hay cosas hermosas, hay «santos de la puerta de al lado». Gracias por estos dos testimonios que nos hacen bien.

Os saludo a todos, romanos y peregrinos. En particular, los procedentes de Alemania, Polonia y Valencia (España); así como los universitarios de Madrid —¡son ruidosos, estos españoles!— y los fieles de la parroquia de San Francisco de Asís, en Roma. Un saludo especial a las religiosas del grupo Talitha Kum, que trabajan contra la trata. Gracias. Gracias por lo que hacen, por su valentía. Gracias. Las animo en su trabajo y bendigo la estatua de Santa Josefina Bakhita.

Y les deseo a todos un buen domingo. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Que tengan un buen almuerzo y adiós.

Siete días con el Papa Francisco (3 de febrero de 2022)

El Santo Padre aprovechó cada instante de estos últimos siete días para anunciar la Buena Nueva. Entre otras delegaciones, en la Sala Clementina recibió jueces del Vaticano, dirigentes de medios de comunicación y agentes tributarios italianos. Las personas que han ofrecido toda su vida a Dios también estuvieron muy en el corazón de Francisco, sobre todo el martes 2 de febrero, día de la Fiesta de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, fecha en que se celebró la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. El día anterior, al compartir la intención de oración para este mes, el Pontífice había hecho un llamado a rezar especialmente por las religiosas y mujeres consagradas en la Iglesia. Animado, Francisco vivió sus actividades, recordando el miércoles su devoción personal por san José, a partir de quien reflexionó sobre el misterio cristiano de la comunión de los santos.

Papa Francisco: 2 de febrero 2022, Santa Misa. Jornada Mundial de la Vida Consagrada

SANTA MISA PARA LOS CONSAGRADOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro
Miércoles, 2 de febrero de 2022

Dos ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho a su pueblo: la llegada del Mesías. Pero no es una espera pasiva sino llena de movimiento. En este contexto, sigamos pues los pasos de Simeón: él, en un primer momento, es conducido por el Espíritu, luego, ve en el Niño la salvación y, finalmente, lo toma en sus brazos (cf. Lc 2,26-28). Detengámonos en estas tres acciones y dejémonos interpelar por algunas cuestiones importantes para nosotros, en particular para la vida consagrada.

La primera, ¿qué es lo que nos mueve? Simeón va al templo «conducido por el mismo Espíritu» (v. 27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena. Es Él quien inflama el corazón de Simeón con el deseo de Dios, es Él quien aviva en su ánimo la espera, es Él quien lleva sus pasos hacia el templo y permite que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque aparezca como un niño pequeño y pobre. Así actúa el Espíritu Santo: nos hace capaces de percibir la presencia de Dios y su obra no en las cosas grandes, tampoco en las apariencias llamativas ni en las demostraciones de fuerza, sino en la pequeñez y en la fragilidad. Pensemos en la cruz, también ahí hay una pequeñez, una fragilidad, incluso un dramatismo. Pero ahí está la fuerza de Dios. La expresión “conducido por el Espíritu” nos recuerda lo que en la espiritualidad se denominan “mociones espirituales”, que son esas inspiraciones del alma que sentimos dentro de nosotros y que estamos llamados a escuchar, para discernir si provienen o no del Espíritu Santo. Estemos atentos a las mociones interiores del Espíritu.

Preguntémonos entonces, ¿de quién nos dejamos principalmente inspirar? ¿Del Espíritu Santo o del espíritu del mundo? Esta es una pregunta con la que todos nos debemos confrontar, sobre todo nosotros, los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y en la fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos el riesgo de concebir nuestra consagración en términos de resultados, de metas y de éxito. Nos movemos en busca de espacios, de notoriedad, de números —es una tentación—. El Espíritu, en cambio, no nos pide esto. Desea que cultivemos la fidelidad cotidiana, que seamos dóciles a las pequeñas cosas que nos han sido confiadas. Qué hermosa es la fidelidad de Simeón y de Ana. Cada día van al templo, cada día esperan y rezan, aunque el tiempo pase y parece que no sucede nada. Esperan toda la vida, sin desanimarse ni quejarse, permaneciendo fieles cada día y alimentando la llama de la esperanza que el Espíritu encendió en sus corazones.

Podemos preguntarnos, hermanos y hermanas, ¿qué es lo que anima nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa a seguir adelante? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento, o cualquier otra cosa? ¿Cómo nos movemos en la Iglesia y en la sociedad? A veces, aun detrás de la apariencia de buenas obras, puede esconderse el virus del narcisismo o la obsesión de protagonismo. En otros casos, incluso cuando realizamos tantas actividades, nuestras comunidades religiosas parece que se mueven más por una repetición mecánica —hacer las cosas por costumbre, sólo por hacerlas— que por el entusiasmo de entrar en comunión con el Espíritu Santo. Nos hará bien a todos verificar hoy nuestras motivaciones interiores, discernir las mociones espirituales, porque la renovación de la vida consagrada pasa sobre todo por aquí.

Una segunda cuestión es, ¿qué ven nuestros ojos? Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Y reza diciendo: «mis ojos han visto tu salvación» (v. 30). Este es el gran milagro de la fe: que abre los ojos, trasforma la mirada y cambia la perspectiva. Como comprobamos por los muchos encuentros de Jesús en los evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira, rompiendo la dureza de nuestro corazón, curando sus heridas y dándonos una mirada nueva para vernos a nosotros mismos y al mundo. Una mirada nueva hacia nosotros mismos, hacia los demás, hacia todas las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada ingenua, no, sino sapiencial: la mirada ingenua huye de la realidad o finge no ver los problemas; se trata, por el contrario, de una mirada que sabe “ver dentro” y “ver más allá”; que no se detiene en las apariencias, sino que sabe entrar también en las fisuras de la fragilidad y de los fracasos para descubrir en ellas la presencia de Dios.

La mirada cansada de Simeón, aunque debilitada por los años, ve al Señor, ve la salvación. ¿Y nosotros? Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿qué ven nuestros ojos? ¿qué visión tenemos de la vida consagrada? El mundo la ve muchas veces como un “despilfarro”: “Pero mira, aquel chico tan bueno, hacerse fraile”, o “una chica tan competente, hacerse religiosa… Es un despilfarro. Si por lo menos fuera feo o fea… Pero no, son buenos, y esto es un despilfarro”. Así pensamos nosotros. El mundo lo ve como si fuera una realidad del pasado, inútil. Pero nosotros, comunidad cristiana, religiosas y religiosos, ¿qué vemos? ¿tenemos puesta la mirada en el pasado, nostálgicos de lo que ya no existe o somos capaces de una mirada de fe clarividente, proyectada hacia el interior y más allá? Tener la sabiduría de mirar —esta la da el Espíritu—, mirar bien, medir bien las distancias, comprender la realidad. A mí me hace mucho bien ver consagrados y consagradas mayores, que con mirada radiante continúan a sonreír, dando esperanza a los jóvenes. Pensemos en las veces en las que nos hemos encontrado con esas miradas y bendigamos a Dios por ello. Son miradas de esperanza, abiertas al futuro. Y tal vez nos hará bien, en estos días, tener un encuentro, ir a visitar a nuestros hermanos religiosos y religiosas mayores, para mirarlos, para conversar con ellos, para preguntarles, para saber qué es lo que piensan. Creo que sería una buena medicina.

Hermanos y hermanas, el Señor no deja de mandarnos señales para invitarnos a cultivar una visión renovada de la vida consagrada. Esta es necesaria, pero bajo la luz y las mociones del Espíritu Santo. No podemos fingir no ver estas señales y continuar como si nada, repitiendo las cosas de siempre, arrastrándonos por inercia en las formas del pasado, paralizados por el miedo a cambiar. Lo he dicho muchas veces, hoy, la tentación es ir hacia atrás, por seguridad, por miedo, para conservar la fe, para conservar el carisma del fundador… Es una tentación. La tentación de ir hacia atrás y de conservar las “tradiciones” con rigidez. Metámonoslo en la cabeza: la rigidez es una perversión, y detrás de toda rigidez hay graves problemas. Ni Simeón ni Ana eran rígidos, no, eran libres y tenían la alegría de hacer fiesta. Él, alabando al Señor y profetizando con valentía a la mamá; y ella, como buena viejita, yendo de un lado para otro diciendo: “Miren a estos, miren esto”. Dieron el anuncio con alegría, con ojos llenos de esperanza. Nada de inercias del pasado, nada de rigidez. Abramos los ojos: a través de las crisis —sí, es verdad, hay crisis—, de los números que escasean y de las fuerzas que disminuyen —“Padre, no hay vocaciones, ahora iremos hasta el fin del mundo para ver si encontramos alguna”— el Espíritu Santo nos invita a renovar nuestra vida y nuestras comunidades. ¿Y cómo lo haremos? Él nos indicará el camino. Nosotros abramos el corazón, con valentía, sin miedo. Abramos el corazón. Fijémonos en Simeón y Ana que, aun teniendo una edad avanzada, no transcurrieron los días añorando un pasado que ya no volvería, sino que abrieron sus brazos al futuro que les salía al encuentro. Hermanos y hermanas, no desaprovechemos el presente mirando al pasado, o soñando un mañana que jamás llegará, sino que pongámonos ante el Señor, en adoración, y pidámosle una mirada que sepa ver el bien y discernir los caminos de Dios. El Señor nos la dará, si nosotros se la pedimos. Con alegría, con fortaleza, sin miedo.

Por último, una tercera cosa, ¿qué estrechamos en nuestros brazos? Simeón tomó a Jesús en sus brazos (cf. v. 28). Esta es una escena tierna y densa de significado, única en los evangelios. Dios ha puesto a su Hijo en nuestros brazos porque acoger a Jesús es lo esencial, es el centro de la fe. A veces corremos el riesgo de perdernos y dispersarnos en mil cosas, de fijarnos en aspectos secundarios o de concéntranos en nuestros asuntos, olvidando que el centro de todo es Cristo, a quien debemos acoger como el Señor de nuestra vida.

Cuando Simeón toma en brazos a Jesús, sus labios pronuncian palabras de bendición, de alabanza y de asombro. Y nosotros, después de tantos años de vida consagrada, ¿hemos perdido la capacidad de asombrarnos? ¿O tenemos todavía esta capacidad? Hagamos un examen sobre esto, y si alguno no la encuentra, pida la gracia del asombro, el asombro ante las maravillas que Dios está haciendo en nosotros, ocultas como la del templo, cuando Simeón y Ana encontraron a Jesús. Si a los consagrados nos faltan palabras que bendigan a Dios y a los otros, si nos falta la alegría, si desaparece el entusiasmo, si la vida fraterna es sólo un peso, si nos falta el asombro, no es porque seamos víctimas de alguien o de algo, el verdadero motivo es que ya no tenemos a Jesús en nuestros brazos. Y cuando los brazos de un consagrado, de una consagrada no abrazan a Jesús, abrazan el vacío, que buscan rellenar con otras cosas, pero el vacío queda. Tener a Jesús en nuestros brazos, esta es la señal, este es el camino, esta es la “receta” de la renovación. Cuando no abrazamos a Jesús, entonces el corazón se encierra en la amargura. Es triste ver consagrados amargados, que viven encerradosen la queja por las cosas que no van bien, en un rigor que nos vuelve inflexibles, con aires de aparente superioridad. Siempre se quejan de algo, del superior, de la superiora, de los hermanos, de la comunidad, de la cocina… Si no se quejan no viven. Nosotros en cambio debemos abrazar a Jesús en adoración y pedirle una mirada que sepa reconocer el bien y distinguir los caminos de Dios. Si acogemos a Cristo con los brazos abiertos, acogeremos también a los demás con confianza y humildad. De este modo, los conflictos no exasperan, las distancias no dividen y desaparece la tentación de intimidar y de herir la dignidad de cualquier hermana o hermano se apaga. Abramos, pues, los brazos a Cristo y a los hermanos. Ahí está Jesús.

Queridos amigos, queridas amigas, renovemos hoy con entusiasmo nuestra consagración. Preguntémonos qué motivaciones impulsan nuestro corazón y nuestra acción, cuál es la visión renovada que estamos llamados a cultivar y, sobre todo, tomemos en brazos a Jesús. Aun cuando experimentemos dificultades y cansancios —esto sucede, incluso desilusiones, sucede—, hagamos como Simeón y Ana, que esperan con paciencia la fidelidad del Señor y no se dejan robar la alegría del encuentro. Caminemos hacia la alegría del encuentro, esto es muy hermoso. Pongámoslo de nuevo a Él en el centro y sigamos adelante con alegría. Que así sea.

Papa Francisco: Audiencia General 02 de febrero 2022

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 2 de febrero de 2022

Catequesis sobre san José 10. San José y la comunión de los santos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estas semanas hemos podido profundizar en la figura de San José dejándonos guiar por las pocas, pero importantes noticias que dan los Evangelios, y también por los aspectos de su personalidad que la Iglesia a lo largo de los siglos ha podido evidenciar a través de la oración y la devoción. A partir precisamente de este “sentir común” que en la historia de la Iglesia ha acompañado la figura de san José, hoy quisiera detenerme sobre un importante artículo de fe que puede enriquecer nuestra vida cristiana y puede también enfocar de la mejor forma nuestra relación con los santos y con nuestros seres queridos difuntos: hablo de la comunión de los santos.

Muchas veces decimos, en el Credo, “creo en la comunión de los santos”. Pero si se pregunta qué es la comunión de los santos, yo recuerdo que de niño respondía enseguida: “Ah, los santos hacen la comunión”. Es una cosa que… no entendemos qué decimos. ¿Qué es la comunión de los santos? No es que los Santos hagan la comunión, no es esto: es otra cosa.

A veces también el cristianismo puede caer en formas de devoción que parecen reflejar una mentalidad más pagana que cristiana. La diferencia fundamental está en el hecho de que nuestra oración y nuestra devoción del pueblo fiel no se basa, en esos casos, en la confianza en un ser humano, o en una imagen o en un objeto, incluso cuando sabemos que son sagrados. Nos recuerda el profeta Jeremías: «Maldito sea aquel que fía en hombre […]. Bendito sea aquel que fía en Yahveh» (17,5-7). Incluso cuando nos encomendamos plenamente a la intercesión de un santo, o más aún de la Virgen María, nuestra confianza tiene valor solamente en relación con Cristo. Como si el camino hacia este santo o la Virgen no terminara ahí: no. Va ahí, pero en relación con Cristo. Cristo es el vínculo que nos une a Él y entre nosotros que tiene un nombre específico: esta unión que nos une a todos, entre nosotros y nosotros con Cristo, es la “comunión de los santos”. No son los santos los que realizan los milagros, ¡no! “Este santo es muy milagroso…”: no, detente: los santos no realizan milagros, sino solamente la gracia de Dios que actúa a través de ellos. Los milagros han sido hechos por Dios, por la gracia de Dios que actúa a través de una persona santa, una persona justa. Esto es necesario tenerlo claro. Hay gente que dice: “Yo no creo en Dios, pero creo en este santo”. No, está equivocado. El santo es un intercesor, uno que reza por nosotros y nosotros le rezamos, y reza por nosotros y el Señor nos da la gracia: el Señor actúa a través del Santo.

¿Qué es la “comunión de los santos”? El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «La comunión de los santos es precisamente la Iglesia» (n. 946). ¡Pero mira qué bonita definición! “La comunión de los santos es precisamente la Iglesia”. ¿Qué significa esto? ¿Qué la Iglesia está reservada a los perfectos? No. Significa que es la comunidad de los pecadores salvados. La Iglesia es la comunidad de los pecadores salvados. Es bonita esta definición. Nadie puede excluirse de la Iglesia, todos somos pecadores salvados. Nuestra santidad es el fruto del amor de Dios que se ha manifestado en Cristo, el cual nos santifica amándonos en nuestra miseria y salvándonos de ella. Siempre gracias a Él nosotros formamos un solo cuerpo, dice san Pablo, en el que Jesús es la cabeza y nosotros los miembros (cf. 1 Cor 12,12). Esta imagen del cuerpo de Cristo y la imagen del cuerpo nos hace entender enseguida qué significa estar unidos los unos a los otros en comunión: «Si sufre un miembro —escribe San Pablo— todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte de su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Cor 12,26-27). Esto dice Pablo: todos somos un cuerpo, todos unidos por la fe, por el bautismo, todos en comunión: unidos en comunión con Jesucristo. Y esta es la comunión de los santos.

Queridos hermanos y queridas hermanas, la alegría y el dolor que tocan mi vida concierne a todos, así como la alegría y el dolor que tocan la vida del hermano y de la hermana junto a nosotros me concierne a mí. Yo no puedo ser indiferente a los otros, porque todos somos parte de un cuerpo, en comunión. En este sentido, también el pecado de una única persona concierne siempre a todos, y el amor de cada persona concierne a todos. En virtud de la comunión de los santos, de esta unión, cada miembro de la Iglesia está unido a mí de forma profunda —pero no digo a mí porque soy el Papa— estamos unidos recíprocamente y de forma profunda, y esta unión es tan fuerte que no puede romperse ni siquiera por la muerte. De hecho, la comunión de los santos no concierne solo a los hermanos y las hermanas que están junto a mí en este momento histórico, sino que concierne también a los que han concluido su peregrinación terrena y han cruzado el umbral de la muerte. También ellos están en comunión con nosotros. Pensemos, queridos hermanos y hermanas: en Cristo nadie puede nunca separarnos verdaderamente de aquellos que amamos porque la unión es una unión existencial, una unión fuerte que está en nuestra misma naturaleza; cambia solo la forma de estar junto a cada uno de ellos, pero nada ni nadie puede romper esta unión. “Padre, pensemos en aquellos que han renegado de la fe, que son apóstatas, que son los perseguidores de la Iglesia, que han renegado su bautismo: ¿también estos están en casa?”. Sí, también estos, también los blasfemos, todos. Somos hermanos: esta es la comunión de los santos. La comunión de los santos mantiene unida la comunidad de los creyentes en la tierra y en el Cielo.

En este sentido, la relación de amistad que puedo construir con un hermano o una hermana junto a mí, puedo establecerla también con un hermano o una hermana que están en el Cielo. Los santos son amigos con los que muy a menudo tejemos relaciones de amistad. Lo que nosotros llamamos devoción —yo soy muy devoto a este santo, a esta santa— es en realidad una forma de expresar el amor a partir precisamente de este vínculo que nos une. También en la vida de todos los días se puede decir: “Pero, esta persona tiene mucha devoción por sus ancianos padres”: no, es una forma de amor, una expresión de amor. Y todos nosotros sabemos que a un amigo podemos dirigirnos siempre, sobre todo cuando estamos en dificultad y necesitamos ayuda. Y nosotros tenemos amigos en el cielo. Todos necesitamos amigos; todos necesitamos relaciones significativas que nos ayuden a afrontar la vida. También Jesús tenía a sus amigos, y a ellos se ha dirigido en los momentos más decisivos de su experiencia humana. En la historia de la Iglesia hay constantes que acompañan a la comunidad creyente: ante todo el gran afecto y el vínculo fortísimo que la Iglesia siempre ha sentido en relación con María, Madre de Dios y Madre nuestra. Pero también el especial honor y afecto que ha rendido a san José. En el fondo, Dios le confía a él lo más valioso que tiene: su Hijo Jesús y la Virgen María. Es siempre gracias a la comunión de los santos que sentimos cerca de nosotros a los santos y a las santas que son nuestros patronos, por el nombre que tenemos, por ejemplo, por la Iglesia a la que pertenecemos, por el lugar donde vivimos, etc., también por una devoción personal. Y esta es la confianza que debe animarnos siempre al dirigirnos a ellos en los momentos decisivos de nuestra vida. No es algo mágico, no es una superstición, la devoción a los santos; es simplemente hablar con un hermano, una hermana que está delante de Dios, que ha recorrido una vida justa, una vida santa, una vida ejemplar, y ahora está delante de Dios. Y yo hablo con este hermano, con esta hermana y pido su intercesión por mis necesidades.

Precisamente por esto me gusta concluir esta catequesis con una oración a san José a la que estoy particularmente unido y que recito cada día desde hace más de 40 años. Es una oración que encontré en un libro de oraciones de las Hermanas de Jesús y María, del 1700, finales del siglo XVIII. Es muy bonita, pero más que una oración es un desafío a este amigo, a este padre, a este custodio nuestro que es san José. Sería bonito que vosotros aprendierais esta oración y pudierais repetirla. La leeré: “Glorioso patriarca san José, cuyo poder sabe hacer posibles las cosas imposibles, ven en mi ayuda en estos momentos de angustia y dificultad. Toma bajo tu protección las situaciones tan graves y difíciles que te confío, para que tengan una buena solución. Mi amado Padre, toda mi confianza está puesta en ti. Que no se diga que te haya invocado en vano y, como puedes hacer todo con Jesús y María, muéstrame que tu bondad es tan grande como tu poder”. Y termina con un desafío, esto es desafiar a San José: “porque tú puedes hacer todo con Jesús y María, muéstrame que tu bondad es tan grande como tu poder”. Yo me encomiendo todos los días a san José, con esta oración, desde hace más de 40 años: es una vieja oración.

Adelante, ánimo, en esta comunión de todos los santos que tenemos en el cielo y en la tierra: el Señor no nos abandona.

Concluida la catequesis el Santo Padre pronunció estas palabras:

Hemos oído, hace algunos minutos, a una persona que gritaba, gritaba, que tenía algún problema, no sé si físico, psíquico, espiritual: pero es un hermano nuestro con un problema. Yo quisiera terminar rezando por él, nuestro hermano que sufre, pobrecillo: si gritaba es porque sufre, tiene alguna necesidad. No debemos estar sordos a la necesidad de este hermano. Rezamos juntos a la Virgen por él: Dios te salve María…

Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos la intercesión de san José, Patriarca Glorioso, para que venga en nuestro auxilio y tome bajo su protección las situaciones dolorosas de nuestra vida. Que Dios los bendiga.

LLAMAMIENTOS

Desde hace ya un año, asistimos con dolor a la violencia que ensangrienta Myanmar. Hago mío el llamamiento de los obispos birmanos para que la comunidad internacional trabaje por la reconciliación entre las partes interesadas. No podemos mirar hacia otro lado ante los sufrimientos de tantos hermanos y hermanas. Pidamos a Dios, en oración, el consuelo para esa población atormentada; a Él encomendamos los esfuerzos por la paz.

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Pasado mañana, 4 de febrero, se celebrará la Segunda Jornada Internacional de la Fraternidad Humana. Es motivo de satisfacción que las Naciones de mundo entero se unan en esta celebración, dirigida a promover el diálogo interreligioso e intercultural, como deseado también en el Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, firmado el 4 de febrero de 2019 en Abu Dabi por el Gran Imán de Al-Azhar, Ahmad Al-Tayyib y por mí. Fraternidad quiere decir tender la mano a los otros, respetarles y escucharlos con corazón abierto. Deseo que se cumplan pasos concretos, junto a los creyentes de otras religiones y a las personas de buena voluntad, para afirmar que hoy es tiempo de fraternidad, evitando alimentar enfrentamientos, divisiones y cierres. Recemos y trabajemos cada día para que todos puedan vivir en paz como hermanos y hermanas.

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Están a punto de inaugurarse en Pekín los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de Invierno, respectivamente el 4 de febrero y el 4 de marzo. Dirijo de corazón mi saludo a todos los participantes; deseo a los organizadores el mejor éxito y a los atletas dar lo mejor de sí. El deporte, con su lenguaje universal, puede construir puentes de amistad y de solidaridad entre personas y pueblos de cualquier cultura y religión. He apreciado, por tanto, que al histórico lema olímpico Citius, Altius, Fortius —Más rápido, más alto, más fuerte— el Comité Olímpico Internacional haya añadido la palabra Communiter, es decir Juntos, para que los Juegos Olímpicos hagan crecer un mundo más fraterno.

Con un pensamiento particular abrazo a todo el mundo paralímpico. La medalla más importante la venceremos juntos si el ejemplo de los atletas con discapacidad ayudará a todos a superar prejuicios y temores y hacer que nuestras comunidades se vuelvan más acogedoras e inclusivas. ¡Esta es la verdadera medalla de oro! Además, sigo con atención y emoción las historias personales de atletas refugiados. Que sus testimonios contribuyan a animar a las sociedades civiles a abrirse cada vez con más confianza en todos, sin dejar a nadie atrás. A la gran familia olímpica y paralímpica deseo vivir una experiencia única de fraternidad humana y de paz. ¡Bienaventurados los que trabajan por la paz! (Mt 5,9).